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La videógrafa italiana

Hace unos cuantos años, una mochilera italiana, videógrafa y lesbiana, vino al archipiélago para conocer Canarias. La conocí por casualidad en un bar de Tenerife. Me pareció inteligente, extrovertida y muy abierta de mente, pero, sobre todo, la encontré enormemente atractiva

Era alta, delgada, de ojos azules, celestes, que lo miraban todo con gran curiosidad, y tenía un cuerpo que parecía más de modelo de revista. Le invité una cerveza y nos hicimos fotos con su novia, quien llegó poco después. Prometimos que nos veríamos pronto.

Pero casi todo lo que se dice en esos momentos es mentira y, por supuesto, no nos vimos pronto. Pasó el tiempo, no supe más de ella, pero nunca la olvidé. Aunque sabía que era gay y que no tenía ninguna oportunidad, a veces quedaba pensando en lo linda que era.

Me quedaba enganchado recordando sus manos, su mirada y lo femenina que era. No le escribí nunca porque recordaba que tenía novia y no quería parecer un donjuán cuando estaba felizmente con mi novia, una fuente segura de placeres para mí.

Fue ella quien me escribió, pidiéndome algún consejo para una segunda visita al archipiélago. La verdad es que su primera visita fue rápida, con prisas y acompañada. Esta vez, me dijo, vendría sola y con más tiempo, por lo que accedí a hacerle un itinerario.

Me contó lo poco que visitó la primera vez y le hice una guía de dos semanas. Se la envié y ella me lo agradeció. Me encantó sentirme útil para esa chica, aunque al mismo tiempo mi novia me preguntó: “¿Por qué te esfuerzas por ayudarla? ¿Ella es la misma que conociste en un bar?”

A las semanas, me escribió diciéndome que ya estaba de regreso en Tenerife, y quedamos para tomar algo. Nos encontramos; me impresionó su belleza, o el modo en que su belleza me aturdía, me conmovía, me descolocaba. La besé en las mejillas y sentí que su mirada inquieta me envolvía.

En sus ojos me pareció advertir una tristeza bien escondida, la fatiga de quien se ha resignado a vivir una vida rutinaria, predecible, exenta de riesgos y aventuras. Tal vez por eso le dije que alguna de mis recomendaciones podíamos hacerlas juntos, si no le importaba.

Pero ella, por alguna razón, prefería hacer su viaje sola. Quizá nos vimos, o me quiso ver, para agradecerme por la ayuda en la confección del itinerario y nada más. Así, nos despedimos y le deseé lo mejor en su estadía y le dije que le escribiría para saber cómo iba.

Esta vez sí le escribí un día después. Le dije que la había encontrado más linda que nunca, que su belleza me había conmovido, que mirarla a los ojos me provocaba un enorme placer y que me hacía mucha ilusión volver a verla. Mi novia, como siempre, me dio luz verde para hacerlo.

Me pareció que hablarle en ese tono era suficientemente revelador de mis intenciones: no me interesaba ser solamente su amigo, lo que quería era besarla y hacer con su cuerpo todas las travesuras furtivas, clandestinas, que ella me consintiera, a las que ella condescendiera.

También le dije que amaba a mi novia, que era feliz con ella y que era consciente de su existencia y del hecho de que le estaba escribiendo. También le dije que desde que nos enamoramos, no había sentido una atracción tan poderosa por otra mujer como la que ahora sentía por ella.

Fui bien franco, a riesgo de asustarla: le dije que podíamos salir a comer los tres, o que podíamos vernos a solas, en el lugar que ella prefiriera, sugiriendo que podíamos irnos a intimar directamente en su hotel, o en cualquier otra parte.

Esta vez no respondió deprisa. Dejó pasar unos días. Pensé que tal vez había sido demasiado explícito y se había asustado. No me arrepentí, sin embargo. Esperé. Hasta que me escribió en tono muy de amiga, no de conspiradora traviesa, en tono comedido, formal.

Me dijo que lo mejor era salir a comer los tres. Pensé, quizá, que quería evadir mis intenciones, con lo cual, asumí que no la besaría, que no me prestaría su cuerpo tan siquiera media hora, que no me permitiría que la contemple desnuda, tocándose, aunque no pudiera tocarla yo.

Le conté a mi novia y ella, siempre tan confidente, lamentó que la videógrafa me hubiese esquivado con un pase torero. Ahí, le mostré una foto y le pareció atractiva. Ambos veíamos en su mirada una fuerza erótica soterrada.

Entonces, le escribí: “Mi novia y yo quisiéramos hacer travesuras contigo. ¿Te gustaría que hiciéramos un trío?” La videógrafa italiana todavía no ha respondido. Pero, si se anima, le enseñaremos un par de posturas.

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